Ruido Blanco, por Cristian Foerster Montecino
Editorial Cuneta, 2013
Paranoias del ruido
Ruido Blanco es, para nuestros ojos desatentos, presencia sonora limitada. Sonidos que se dosifican a través de los poemas rechazan cualquier posibilidad de protagonismo. Es un poemario visual; así lo da a entender la primera sección, cámara matriz, que carga consigo el peso de más de un significado: sistema que redirige y dispersa imágenes hacia diversos monitores; lugar sitiado, un encierro íntimo. La matriz es el espacio, pero también la herramienta que lo expone: territorio interno que se vuelve exterior. En dicha paradoja anida una tristeza, “la guerra es un estado nervioso”, paranoia por lo propio, que rondará todo el libro, y que trasciende a sus secciones.
Somos malos lectores, claro está, al ceñir el poemario a lo visual. El sonido no está en su expresión referencial, sino en la disposición de los versos, en la sintaxis transgredida, en la amplitud de los registros. La intimidad se exhibe en imágenes que brindan una idea de totalidad; es la nieve del televisor conformada por fotografías íntimas, desarmando cualquier familiaridad posible. Esto explica que en cámara matriz exista un yo disminuido del todo, testigo tan hostil como los espacios estériles que nos hace observar: la exposición desaforada es nefasta, hace de los rincones íntimos pasajes laberínticos hermanados con el cableado que vuelve posible nuestra observación. Somos beneficiarios de esta intimidad quebrantada. Es la forma la que se hace cargo del ruido blanco, a la manera de un producto residual del movimiento incesante de imágenes, de sus relaciones forzadas, de una superposición que hace de las formas algo para ser desentrañado. Lo visual está contaminado de transmisiones sonoras equívocas, porque el ojo está desplazado por la cámara: “una pantalla devuelve grietas en la vista”. En Ruido Blanco nadie está viendo con fidelidad, somos observadores indirectos, lo visual está supeditado a la distancia que hace de cada poema algo borroso, y a la representación que engaña nuestra mirada.
Esta mixtura de imágenes provocada por la multitud de pantallas, esta especie de semblanza que abarca cualquier posibilidad de caracterizar el espacio, lleva consigo un sonido particular que es el ruido blanco, la totalidad de frecuencias posibles conformando un todo indistinguible donde ninguna resonancia se puede identificar con claridad. La sonoridad del poemario está expresada en los versos distribuidos de forma particular, en el espacio que envuelve a ciertas palabras y que vuelve difuso el ritmo de lectura, en la ausencia de títulos que provocan que la división entre cada poema sea ilusoria; también está en la multitud de registros, en las tres voces que se corresponden a las tres secciones del poemario, a las cuales se suma una cuarta que es transversal a las dos primeras partes. Esta voz, caracterizada por la cursiva, es uniforme en su estilo, de versos largos y regulares en comparación al resto del libro; es el rincón que suele ceder espacio al yo, que en cámara matriz, como ya dijimos, está excluido del resto de los poemas.
No falta oído, a pesar del léxico hostil a cualquier tipo de lirismo tradicional. La melodía se oculta representando el extrañamiento de la intimidad invadida de cámaras, exiliada de sí misma y obligada a verse deformada a través de una pantalla. El libro tiene momentos de alta musicalidad, sobretodo en la segunda sección del poemario, patio tachado, que se destaca por un yo predominante que es notorio desde los primeros versos: “ensayo una acuarela/ de mí mismo”. Aquí los poemas se abren, el tono general se destensa, y tenemos la ilusión de acercarnos al espacio observado. Es una recuperación parcial del hogar, con un resultado feliz que disipa la atmósfera densa de la primera sección, como continuación necesaria y posible. La relación entre ambas partes queda dicha ya a partir de sus nombres: el patio tachado se opone a la cámara matriz al ser símbolo no de habitación sino que de campo abierto, lo cual tiene reflejo claro en los versos. Existe un límite impuesto que radica en el tachado, que remite a la presencia del proceso escritural que a partir de aquí empezará a ser constante. Por otro lado, el juego de palabras es claro: tachadura de techado. A pesar de ser una travesura torpe, no es caprichosa. La libertad del patio se encasilla y reformula a partir de la reescritura, de la corrección, de aquello que en el proceso resulta vetado, siempre ineficaz, del mismo modo que el techo limita el patio como propiedad privada y parte del mismo hogar sobreexpuesto de la primera sección. Esta ambigüedad entre lo carente de trabas y lo igualmente encadenado está expresada con pericia en los poemas; lo que pudo haber sido un cambio de tono débil o, al contrario, excesivo, se nos muestra en la justa medida. El estilo está seguro de sí y sabe moldearse con habilidad.
La escritura está presente en los versos con coherencia respecto al título de la sección: los intentos resultan infructuosos y tímidos: “la hoja tirita derramo tinta mi paisaje”, “escribo de puntillas”, “unas cuantas letras de memorial/ borradas con migajas de pan duro”, “un trazo de tinta deleble/ en la blancura de la pizarra”. El acto de escribir lleva en sí mismo el error y la mortalidad: todo es propenso a ser equívoco, todo cede al intento de corrección, y todo terminará, inevitablemente, borrado. El mensaje importa poco, la escritura no es consciente de lo que lleva encima; la atención está centrada en su inevitable materialidad. Ya sea una clase sobre dictadura inscrita en la pizarra del aula, o un memorial sobre una mesa: la escritura no resiste, y somos testigos de su muerte. Su posición está emparentada directamente con la intimidad que se pierde a través de la multitud de cámaras. La escritura está viva, de ahí que sea mortal. De este modo, y a pesar de su aparente fragilidad, la escritura es representante de lo orgánico y de la vuelta al yo. Esta pugna no es aislada: podemos escuchar contemporáneos musicales que ponen en discusión el lugar de la tecnología respecto a los soportes. Tim Hecker grabó un disco conceptualizando el conflicto entre música digital y análoga, Ravedeath, 1972, el año 2011. Aquí, el lugar de lo orgánico está en el uso del órgano, rodeado de ruido saturado y capas sobre capas de sonido. Quizás más representativas resultan The Disintegration Loops (2002/2003) de William Basinski que, en un intento de traspasar grabaciones en cinta magnética a formato digital, fue consciente del deterioro progresivo de las cintas, al punto que al ser reproducidas se podía escuchar la destrucción del soporte y del sonido. El proyecto fue terminado el mismo día en que caían las torres gemelas; el humo que rodeaba el desastre, al amparo de las últimas horas de luz del día, fue grabado por Basinski desde una azotea en Brooklyn, y fue utilizado como diseño artístico de The Disintegration Loops. La muerte es inherente a la materialidad del soporte de la música; existe belleza en esa muerte, del mismo modo que existe en la fragilidad de lo escrito.
La última sección del poemario, recursos olvidados, funciona como coda. Es, formalmente, la sección más distanciada del resto del poemario. Los versos son breves, algunos conformados solo por una palabra, lo que hace reposada la lectura; nuestra respiración está obligada a detenerse progresivamente. Existe temática coincidente con el resto del libro: alusión constante a la imagen, a la tecnología y a la escritura misma. Lo importante de la sección son los dos poemas finales, el primero termina por fijar el lugar de la palabra: “palabras/ o instantes del poema/ que no duran/ no resisten”; el segundo se aleja de la “guerra nerviosa” del poemario, para poner los ojos, finalmente, en una imagen clara, abierta, sin mediación de pantallas o “cableados ópticos”, sin paranoia por la propia intimidad expuesta. La escena es de horror, pero la mirada es, finalmente, lúcida y serena.
Ruido Blanco en su totalidad está perseguido por los mismos temas; incluso los poemas que remiten a un recordar íntimo, o a paisajes abiertos, y que podrían creerse de tono más ligero, están rodeados por la misma atmósfera sofocante que caracteriza a la gran mayoría de los poemas. El imaginario se mantiene, y asimismo se mantiene el encierro característico, repleto de nervio y paranoia, observado a través de multitud de monitores transmitiendo al unísono.
Por Rafael Cuevas Bravo