La obscuridad a nivel de sus manos

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La obscuridad a nivel de sus manos

Sombra y sujeto, por Jaime Rayo

Editorial Universidad de Valparaíso, 2013

Jun’ichiro Tanizaki publicó su célebre Elogio de la sombra en 1933 frente a la disipada posición de esta como motivo principal de la estética japonesa luego de décadas de apertura a la cultura occidental. La precariedad lumínica en el espacio es lo que alimenta la belleza de las formas y de los colores, arraigada la contemplación en la incertidumbre, en las dimensiones añadidas a la penumbra. El famoso toko no ma japonés es un ejemplo de ello, al radicar su virtud en el papel blanco reflejando la luz diseminada sobre los rincones oscuros, o bien la laca con tenues adornos de oro que, en medio de la habitación débilmente iluminada, deja adivinar fragmentos de sí a la vez que gran parte de su decorado se mantiene agazapado en la sombra “suscitando resonancias inexpresables”.

Es así como Sombra y sujeto ciñe la relación estética de la sombra con su contraste, que de otra forma sería inacabable; lo que en un primer momento se presenta como término de alcance enorme, se ciñe luego a boceto incierto del sujeto que, precisamente, se oscurece en la precariedad de la región sombría que proyecta. El sujeto es, ante todo, creador de su propia ausencia proyectada, a la manera de la legendaria anécdota de Butades y su hija que, desesperada frente a la partida del amante, decidió conservarlo dibujando los contornos de su sombra en la pared, para que luego su padre hiciese de él una figura de arcilla. El poemario remite a esta duplicación de la nostalgia en la búsqueda de las formas del sujeto que, en su ausencia caprichosa, aúna multitudes de objetos para sí, con la desesperación propia de una identidad en formación; plantea las condiciones de la duda para luego emprender la búsqueda. Es un estilo que si bien medular, invita a más de un aglutinamiento tosco.

Refiere Carlos Lloró en el prólogo la ausencia casi completa de la primera persona, como si fuese esta flexión verbal evidencia del escape emprendido por el manoseado “yo”. La “hazaña paradojal” no es sino una modulación discursiva que precisamente encadena el imaginario de objetos referidos a un fin último que es la conformación del sujeto a partir de su proyección oscura, como evidencia primera de lo imposible de la tarea; es el “hincar torpe la vista en la penumbra”, en un gesto tan desesperanzador como el de la hija de Butades pintada por Joseph-Benoît Suvée. El artista, con aguda sensibilidad, retrata los ojos de la muchacha cansados por la oscuridad de la habitación, concentrados en copiar en la muralla la sombra proyectada por el fuego, que parece dotar a ambos perfiles de serena permanencia, en una escena donde se invita a la comparación, a la confrontación entre los sujetos y sus sombras. El ejercicio de la joven recuerda la sensación de tiempo detenido que es mencionada por Tanizaki para caracterizar la contemplación de los Toko no ma y que culmina con la impresión del cuerpo envejecido, o bien “la hora apartada” a la vida en favor del registro mientras el cuerpo se desmorona, que es lo escrito por Rayo. La cercanía entre los poemas “Los compañeros del silencio” y “La hora apartada” estrecha la relación de la degradación corporal con el tiempo cercenado por la labor literaria, que se presenta siempre como territorio en franca putrefacción y de certeza mortuoria. Predomina la palabra como cosa efímera, en su incapacidad para abarcar con justicia la distancia entre la sombra felizmente equívoca y el sujeto.

La sombra surge como proximidad mencionada ya desde el primer verso: “Alguna distancia próxima que no hiere”, con los nombres de un tutelaje cariñoso, fuente de sufrimiento que carga con el agravante de la inconsciencia, y que invita al juicio para el discernimiento entre sujeto y sombra. La proximidad, en tanto hecho posible de ser percibido con los sentidos, es evidencia de aquello que está más allá, como reafirmación de la distancia. En cambio, lo que está tan lejos que ya no es visible se homogeneiza como lejanía general, solo aprehensible mediante la reflexión y provoca, por tanto, momentos de sosiego cuando el hombre se mantiene irreflexivo. Toda distancia es insalvable, espacio que se resiste ostensiblemente a repletarse. El sujeto, necesariamente aislado, ve incluso como la sombra se le resiste, se le separa, ahuyentada a favor de una libertad mayor que la del propio sujeto; es la belleza de la duplicación inocente que se despliega a merced de la luz con total naturalidad. El sujeto es un prólogo de su propia sombra o bien su epílogo, culminación secundaria: “Cómo se piensa en la futura exaltación,/ y la rápida carne me confirma su epílogo!” No es casual que la sombra se sitúe antes que el sujeto en el título, y que el primer poema homónimo refuerce esa jerarquía con la consciencia templada verso a verso en torno a la degradación de un sujeto desterrado de sí. La urgencia por su reconstrucción surge como ironía en “Narciso”, poema en donde un mediador describe el sujeto a una audiencia; es la declaración de un primer encuentro huidizo, versión errática y de segunda mano: “Tal vez le hallemos en el silencio reparador/o entre dos luces” que hacen posible la proyección de la sombra, el sujeto es ausencia coronada por la difusión de lo sombrío.

Es un libro de rastros sutiles entre los versos, como si fuese una sombra transgredida a pequeños vestigios de luz, con lugares de súbita claridad en un sinfín de callejones cerrados, de equívocos conscientes hacia imágenes que empinan el espinazo frente a la cercanía del lector, como el orgullo vergonzante que surge de los felinos esquinados, y que los obliga a emprender una lucha que en primer lugar quisieron evitar. El desenfreno brusco de imágenes suele oscurecer; los versos se atomizan, fatalmente aislados por la diversidad o reforzados por su individualización. Lo que en algunos momentos es adjetivización torpe es, en otros, concatenación versátil de imágenes que se resignifican entre sí con hermosa sutileza de expresión, incluso en la sorpresa rotunda. Es probable que gran parte de los aciertos se deban, precisamente, al “hincar la vista en la penumbra” de un segmento importante del libro. Radica quizás allí el retrato más bello del sujeto, la mejor aproximación de la sombra a su carne. Es certera la observación de Walter Benjamin respecto al origen de la añoranza del hogar contenida en el paisaje exótico de los panoramas imperiales: “puede que fuera obra de la luz de gas que caía tan suavemente sobre todo.”

Por Rafael Cuevas Bravo

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